Vuelvo de la escucha con la sensación de haber recorrido un paisaje nocturno: caminos con neblina, bares que cierran tarde y memorias que no perdonan. Fito & Fitipaldis publican —El monte de los aullidos—, un disco que suena a confesión en alta fidelidad: tenues, directo y con la experiencia de quien ha aprendido a escribir como quien hace terapia.
La obra está producida con pulso y cariño por Carlos Raya, que empasta lo orgánico con la electricidad justa: las cuerdas mordidas aparecen donde deben, los vientos (el saxo) respiran como personajes y la mezcla no oculta la vieja escuela, la del directo y la calle. Esa mano productora empuja a Fito a desnudar canciones sin florituras innecesarias.
Hay en este disco una evidencia que no es sólo formal: muchas canciones han nacido de procesos personales de Fito —terapia, revisiones y una manera de entender la música como curación—; no son ejercicios de estilo, son relatos que aspiran a tocar y a curar. Esa honestidad lo hace creíble y lo aleja del lucimiento vacío.
Mientras tanto, la máquina que rodea el lanzamiento no es casualidad: la expectación y la gira que acompaña al disco lo confirman como un regreso pensado y masivo, con un calendario de salas que ya ha puesto en movimiento a miles de aficionados. Esto no es sólo nostalgia: es demanda real y ganas de vivirlo en directo.
Canción a canción — crónica íntima y escena sonora
«Los cuervos se lo pasan bien”
Primer single y primer puñetazo. Ritmo decidido, melodía que engancha y una letra que te deja ese sabor agridulce: triste y afortunado a la vez. La canción abre el disco como quien enciende una luz en una sala llena de recuerdos —y lo hace con solvencia.
“El monte de los aullidos”
La canción-título es calma tensa: arranca suave, se recompone con cambios de ritmo y clava versos punzantes que te tocan donde duele. Es el tema que sintetiza el espíritu del álbum: no necesita alaridos, le basta con la verdad bien cantada para hacerte vibrar.
“Volverá el espanto”
Abrigada en atmósferas más oscuras, casi tétrica por momentos; es la pista que te deja el huracán interno en la nuca. Letras que funcionan como cicatrices en verso: “y quedaron marcas y dejaron huellas…” resuena como frase que no se repara, sólo se reconoce.
“Como un ataúd”
Cambio de ritmo y guiño al rockabilly: rápida, con un saxo que tira del carro y un sabor retro que «encaja» como anillo en el disco. Historia contada con velocidad y ternura a la vez.
“A contraluz”
Una de las piezas más quebradizas y luminosas: te transporta al pasado con un brillo que duele. Ese “momento inoportuno de sentirse bien” que mencionas está impreso en la conversación final entre el saxo y el riff de guitarra; detalle: la disciplina de producción (esas pequeñas patadas de cariño) terminó de rematar la canción.
“La noche más perfecta”
Melodía sencilla, voz y guitarra buscando acordes que van directos al corazón. Es la pausa íntima del álbum, la que permite respirar antes de reemprender el viaje.
“Marea imparable”
Letra trabajada, estribillo que se queda y arreglos cuidados: de lo mejor del lote en términos de equilibrio entre fondo y forma. Una canción que te vuelva la cabeza, estoy seguro que la escucharé mil veces.
“Una maldita suerte”
Ritmo y melodía bien plantados. Cumple su función: dar aire al conjunto sin grandes estridencias.
“Mentira y verdad”
Entrada contundente —una emboscada sonora— y letra que juega con dobles lecturas. Es una pieza de artillería sutil dentro del disco.
“Ardi” (instrumental)
Cierra el álbum con ternura: instrumental dedicada a su perra que suena a celebración doméstica y a caricia final. Queda la sonrisa al apagar las luces del disco.
Producción, banda y sentido final
La banda suena en su sitio: baterías que marcan carretera, bajo que empuja la voz, guitarras demoledoras y un saxo (Javi Alzola) que es voz propia en muchas canciones. Carlos Raya afina, no impone; respeta el matiz y consigue que el álbum funcione tanto en auriculares como en el escenario. La sensación es la de un disco hecho para ser vivido a volumen razonable y para ser cantado en voz alta bajo la lluvia de un concierto.
No es una revolución estilística: es una reafirmación. Fito reivindica el formato álbum frente al consumo fragmentado: necesita diez canciones para contarlo todo, y aquí las presenta con oficio y verdad. Esa apuesta por el conjunto, por el relato completo, es uno de los grandes aciertos del proyecto.
Veredicto FotoRock — crudo, tierno y necesario
El monte de los aullidos me deja la sensación de un artesano que, tras años de oficio, afina la palabra hasta que ésta duele y cura. Guitarras contundentes, producción que no empalaga y letras que funcionan como pequeñas sesiones de terapia para el oyente. No es el disco más rompedor de su carrera, pero sí uno de los más sinceros y mejor acabados.
Si te gusta el Rock con historia, con cicatrices y con la voz de quien ha vivido lo que cuenta —y lo canta con la convicción de quien no necesita artificios— este disco es para escucharlo en el coche al amanecer o en el directo bajo el foco.



